El oasis de Diego entre la mansada
“Los buenos (toros) están en el campo”, se decía el otro día al término de la función. La marca de la casa Alcurrucén ampara a pesar de los fracasos y como a sus toros, a ese comportamiento tan especial, distinto y marcado por el encaste Núñez, que tan poco queda, también se les espera. Y allá fuimos, allá volvimos a Madrid, cuando en el túnel de los 34 días se le empieza a ver la luz. Cuando algunos de los toreros ya han quemado sus tres tardes, cuando las cartas empiezan a estar sobre la mesa a pesar de que el tablero es un cuerpo vivo en el que todo cambia. En un segundo. Ese mismo segundo en el que Madrid puede pasar del odio más visceral de las entrañas a derretirse, rendido. Es tan voluble que es la plaza más viva. La más cruel. La más ardua y la que más ruge, porque cuando se rompe se descuartiza. Los seis de Alcurrucén fueron construyendo paso a paso sin pudor ninguno una mansada de libro. La cosa adquirió tal dimensión que hubo momentos hasta dudosos, por la intensidad de la huida. Así fue en el segundo de Antonio Ferrera que en plena disposición el toro le miró y se las piró. Estaban solos, ya no había alternativa, pero las buscaban. En medio de este delirio de mansedumbre apareció Diego. El mismo que con aquel quinto, reservón, a la espera, que pasaba por allí... le hizo las cosas muy bien. Imperceptible para la masa, escrupulosamente necesario para los amantes del toreo. Urdiales se puso a torear en mayúsculas a pesar de todo. A pesar de que el toro poco decía, a pesar de que la arrancada la cargaba por dentro, a pesar de que el público, que llenaba la plaza, ignoraba, o eso parecía, casi todo lo que pasaba allí. Y no era emocionante, no rozó lo volcánico en ningún momento, pero no todas las tardes se ve ir a un toro con la convicción y la verdad, sin tomar el pulso antes y sin tirar de los recursos. A la aspereza que tenía el toro le administró suavidad, cercanía, plomo en las piernas para no lamentarse entre las estrecheces, el pecho por delante, el medio pecho para afinar, las plantas, las dos atalonadas, y ese canto al clasicismo. Los naturales a pies juntos y el intento de ayudados genuflexo del final. No hubo triunfo, sí torería. Pero el toro, además de todo, por demás de todo, era soso, de poca transmisión. La espada, a la primera y en lo alto, hundió. Cerraba una faena tan silenciosa como torera. La muerte digna y la ovación sincera. A cabezazos y sin entrega embistió el segundo. Ruina.