Mutis por enfrente
Algo, o mucho no está bien si al llegar al trabajo no estamos seguros de habernos untado desodorante; y peor está si luego de hacer el esfuerzo notamos que de los mecanicismos de la higiene mañanera no recordamos alguno; laguna mental que podría costarnos prestigio si bajo el sol de mayo en Guadalajara debemos caminar algunas cuadras… ojalá me haya puesto desodorante.
Pero, qué es eso que no está bien cuyo síntoma es el olvido del ritual matutino. Nada específico, o todo, uno mismo: para qué hago lo que hago. El sentido que antes dábamos a cada uno de nuestros actos abonaba al que creíamos tenía nuestra vida entera; fuimos siendo el apilamiento de los afanes de las rutinas básicas, con los sucesos que nos figurábamos trascedentes, provocados por nosotros mismos o en los que fuimos envueltos. Por eso es perturbador toparse abruptamente con que podemos desempeñar ciertas actividades sin siquiera notarlo, como autómatas, y más grave: somos capaces de olvidar si las realizamos o no.
La prisa, la miríada de quehaceres en la que estamos comprometidos, la sospecha de que no nos vendrían mal días que duraran treinta horas, la noción de la importancia auto conferida que nos ajena del yo simple que al final de cuentas comenzamos a extrañar, al grado de conformarnos con imaginarlo: metido en la sencillez de una cabaña entre pinos añosos o bajo la sombra de una palapa playera, pero al que, no obstante, preferimos guardado en un rincón para disfrutar y usar el ego multifacético y grandilocuente que suponemos nos deja más firmemente parados ante la sociedad, ésa que no nos perdonaría si a la reunión, la que fuera, llegáramos esparciendo el aroma rancio y agresivo de los que no usan desodorante; si esa sociedad nos expulsara por malolientes (aunque en verdad nos excluiría por olvidadizos) nos privaría de poder conseguir lo necesario para, en un futuro indefinible, irnos al bosque o a la playa y no tener que rasurarnos, tampoco bañarnos.
Y como ya sabemos que pensar una cosa inevitablemente nos lleva a otra y ésta a otras, ni modo de no reflexionar en los tantísimos viernes, los últimos diez y seis años, en que se llegaba la hora fatal, emocionante, de ponerse al teclado para pergeñar un artículo para MILENIO JALISCO y para su advocación previa: Público. El gozo, la duda ante los argumentos esgrimidos o sobre el uso de los datos o por la calidad de la escritura; el miedo al qué dirán, la acuciante incertidumbre: ¿expresé bien lo que se quise decir? Y, no obstante, enviar el texto. Y así, cada vez el gozo. (Durante un año y dos meses no pasé por el tal proceso los viernes, sino los sábados, cuando fui Defensor del Lector).
Luego de la añoranza doble, por lo que hicimos y lo que fuimos, nada más natural que citar a Cantinflas, por reconocernos en sus palabras: “hay momentos en la vida que son verdaderamente momentáneos”; uno, en el que no podemos afirmar si nos pusimos desodorante o no; otro, en el que, con la memoria fija en alguno de los recorridos hechos en la vida profesional, sentimos que quizá es hora de poner distancia. Alejarnos de un trayecto particular y del yo que fuimos mientras lo anduvimos.
Hoy me despido de estas páginas, de este diario, que sentí profundamente como mi casa; por eso no cerraré la puerta, la entornaré apenas. A muchas personas magníficas debía nombrar y agradecer, no lo haré, con casi todas mantengo una amistad que aquí, desde aquí se fortaleció, ya no se apagará; de los editores y editoras, reporteros, hombres y mujeres, a los directores y subdirectores (cuando en el organigrama había uno indicado). A nombre de esa casi multitud agradezco al actual director editorial, Manuel Baeza. Y, sobre todo: gracias a quienes gastaron tiempo para, de cuando en cuando, leer mis artículos. (Algún día contaré de alguien que llegó al restaurante del hotel, muy trajeado y con el champú aún en el pelo).
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