Dejamos rastro
Como si acabase de descubrir el océano Pacífico, un amigo vecino de la Galicia profunda me anuncia exultante que acaba de apearse de Twitter y Facebook. «Me di cuenta de que me estaban rayando la cabeza», dice, y asegura que al superar la adicción ha sentido «una especie de alivio». Se comprende. Estamos vigilados. Como en una pesadilla futurista, un ojo digital nos conoce mejor que quienes duermen a nuestro lado. En 2013, investigadores de la Universidad de Cambridge probaron que recopilando los «me gusta» de Facebook podían establecer con un 93 por ciento de acierto el género de un usuario y con un 80 por ciento de éxito su orientación sexual. Dos años después, sus conclusiones eran todavía más inquietantes: con solo 70 «likes» podían detallar los gustos de un individuo, y con 300, conocerlo mejor que su pareja. Andando el tiempo, todo ese conocimiento acabó degenerando en los escándalos de Cambridge Analytica -la utilización ilícita de los perfiles de 50 millones de usuarios de Facebook-, y el turbio uso de la red social para viciar procesos electorales. Mark Zuckerberg compareció entonces con rostro compungido en sede parlamentaria y prometió expiar los pecados de Facebook. Bla, bla, bla...
En diciembre saltaba otro escándalo. Facebook dio a Spotify y a Netflix la posibilidad de leer los mensajes privados de sus usuarios, con lo que esas plataformas podían conocerlos y captarlos con mayor facilidad. Además, la compañía de Zuckerberg facilitó a Microsoft, Sony y Amazon direcciones de correo de sus navegantes, y lo que es todavía más grave, también las de los amigos de estos. Es decir: una vez más, Facebook mercadeó con la intimidad de millones y millones de personas, ignorantes de que sumarse a la gran red conlleva un peaje invisible e ilegal. ¿Y qué ha pasado? Nada. Mark Zuckerberg, de 34 años, ha iniciado el 2019 anunciando que frecuentará más la corbata y en una de sus largas homilías a su grey ha vuelto a anunciar grandes esfuerzos para depurar Facebook.
Todo esto no es inocuo. Facebook es una de las cinco mayores compañías del mundo, pero a muchos efectos flota en un limbo alegal. Zuckerberg es de facto el mayor editor de contenidos del planeta, pero no se reconoce como tal. El editor de un periódico de pueblo está más sometido a la justicia que él (y al fisco, pues mediante alambicados laberintos fiscales perfectamente legales, que incluyen el centrifugado en lavadoras tropicales, los titanes tecnológicos estadounidenses se fuman a las haciendas de países donde se lucran).
Qué alegre es el jardín de Mark. Los amigos en red pueden rebotarse ad infinitum el trabajo de un periodista de cualquier medio. Pero la compañía que paga para sostener una plantilla periodística de calidad no verá un euro de esas lecturas (otro tanto sucede en Google, y de ahí viene la crisis de la prensa, que se sigue leyendo masivamente, pero el grueso del lucro se lo llevan soportes que operan en monopolio). ¿Queremos regalar nuestra privacidad y el trabajo del cuarto poder a cambio de nada? Esta relevante pregunta debería llegar a los más altos tribunales europeos.