El relevo de Dios
A las siete de la tarde del 24 de diciembre de 2024, Francisco atravesaba la puerta santa de la basílica de San Pedro. Lo hacía en silla de ruedas, con rostro cansado. Sabedor de que el jubileo de la esperanza suponía algo más que un desafío para su maltrecha salud. Pero, ni por asomo Jorge Mario Bergoglio imaginaba que sería otro Papa quien lo clausuraría. En la mañana del 21 de abril de 2025 el corazón del primer Pontífice latinoamericano de la historia dejaba de latir después de más de dos meses de altibajos con una bronquitis que acabó con su vida. Con su muerte se activaba el engranaje vaticano para elegir al 267 Sucesor de Pedro o, lo que es lo mismo, al líder espiritual que pastorea a 1.400 millones de católicos en el mundo. El cardenal Robert Prevost se asomaba a la Logia de las Bendiciones en la tarde del jueves 8 de mayo para saludar el mundo como León XIV después de un cónclave más que rápido para lo que auguraban algunos.
Durante estos últimos años, desde distintas sacristías y foros clericales se ha intentado convencer al personal de que la Iglesia estaba al borde del cisma, divida en dos mitades a la misma proporción entre quienes respaldan el pontificado de un pastor argentino que soñaba con aterrizar de una vez por todas el Concilio Vaticano II poniendo a Jesús, al Evangelio y a los pobres en el centro y entre quienes veían confusión y herejías en cada reforma, en cada intento de responder a los signos de los tiempos.
El sábado 26 de abril la Iglesia despidió al papa Francisco en un funeral y un entierro que fue seguido por cerca de cuatro mil millones de personas en todo el planeta. Un signo del interés que despierta la Iglesia católica y, a la vez, una prueba fehaciente del liderazgo global del Pontífice argentino a lo largo de los doce años de una entrega que ha ido más allá del pastoreo a la comunidad cristiana.
Así se visibilizó en la propia Plaza de San Pedro con la presencia de los principales jefes de Estado y de Gobierno de todo el planeta. Ante el féretro del Papa fallecido, los presidentes de Estados Unidos y de Ucrania, Donald Trump y Volodimir Zelenski. Quiso la providencia que, minutos antes de la misa, el adiós a Francisco propiciara que ambos se reunieran en la basílica. Bien pareciera esa «confesión civil» entre ambos una aplicación práctica de su magisterio, de la encíclica «Fratelli tutti» que sueña con una mejor política basada en la fraternidad y la amistad social. Un «milagro» propiciado por la cultura del encuentro que abanderó siempre Jorge Mario Bergoglio.
Pero más allá de este hecho, los protagonistas de la despedida del Papa Francisco fueron los sencillos, los anawin, aquellos que él quiso poner en el primer plano de la vida eclesial, de ese caminar juntos que es la sinodalidad. El abrazo que ofreció al Sucesor de Pedro la multitud que se congregó en la plaza de San Pedro y en la Via della Conciliazione tuvo una correspondencia no menor con el recorrido de más de seis kilómetros que separaban el Vaticano de la basílica de Santa María la Mayor donde fue inhumado. Ancianos y jóvenes, trabajadores y parados, mujeres y hombres… El Papa del «todos, todos, todos» fue arropado por estos «todos, todos, todos». El cuerpo sin vida del Santo Padre se llevó a una capilla lateral de la basílica de Santa María la Mayor que sentía como su casa. En una tumba a ras de suelo, en una capilla accesible, reflejo de su ser y hacer.
Este abrumador respaldo y reconocimiento al Pontífice argentino despejaba cualquier duda sobre su autoridad. Es cierto que hay una resistencia, no a Francisco, sino al Evangelio. Sin embargo, no es mayoritaria. Sí, ruidosa. Sí, con un notable poder económico que le permite tener altavoces significativos. Pero no representa ni a la mayoría de la ciudadanía ni a la mayoría del Pueblo de Dios.
Lo ratifica la elección de León XIV a través de un fugaz y limpio cónclave. Fue una elección sin tejemanejes, negociaciones de «lobbies» de presión ni jugarretas para derribar candidatos en el comedor o de la residencia de Santa Marta. «Aquello no fue nada parecido a la trama de la película de Edwar Berger», comenta alguien que supo desde dentro cómo se forjó su nombramiento.
Fue así cómo se abordó la primera votación ante los frescos de Miguel Ángel y con la brisa fresca del Espíritu Santo, el actor principal de la elección que actúa a través de quienes escriben en las papeletas. Como en cónclaves anteriores, también se dio una dispersión de nombres, pero menos de lo esperado. Y es que quienes buscaban fortalecer la segunda recepción del Concilio Vaticano II que apuntaló Francisco optaron por concentrar su voto de primeras al norteamericano.
Tras depositar las papeletas en la urna, el recuento situó a Robert Francis Prevost al frente, con una diferencia sustancial con respeto a los otros dos cardenales más votados: Pietro Parolin y el húngaro Péter Erdo. Y es que a los sufragios ya previstos a su favor se sumaron otros tantos que, sin haber sido consultados, veían claramente al estadounidense como el mejor aspirante a la Sede de Pedro. Lo que parecía una tarde de tanteo se convirtió en aval para el candidato estadounidense.
En la primera votación del jueves por la mañana, esto es, en la segunda del cónclave, se sumaron otros tantos cardenales. En la siguiente, que tuvo lugar antes del almuerzo, un purpurado presente en la Capilla Sixtina confirmó a este periódico que prácticamente abrazó los 89 votos, esto es, los dos tercios obligatorios para ser elegido Papa. Consciente de que no había vuelta atrás, aprovechó el descanso hasta la cuarta y definitiva votación para elaborar ese primer discurso que dirigiría al mundo reclamando «una paz desarmada y desarmante». El que fuera superior general de los agustinos fue elegido por una mayoría «absolutísima» en tanto que alcanzó mucho más de cien votos de los 133 totales.
La rapidez en la elección del hasta entonces prefecto para los Obispos no habría sido posible sin la acción del Espíritu Santo y sin una comunión del colegio cardenalicio. O lo que es lo mismo, si verdaderamente la oposición a Francisco y al Concilio Vaticano II fuera tan fuerte, habría sido inviable elegir en la cuarta votación a un candidato que se considera ahijado de Bergoglio, como viene demostrando en estos meses. Con su estilo propio, con su apuesta por la discreción, por la cautela en su toma de decisiones para primar la unidad, pero un misionero conciliar fuera de toda dudas. Un misionero que está llamado a abordar la unidad en la diversidad, a apuntalar las reformas y procesos abiertos con su matiz personal y a seguir intentando dialogar con un mundo que está dispuesto a escuchar a la Iglesia siempre y cuando la Iglesia se sepa explicar.