Estoy segura de que el futuro es como lo imaginemos
Además de las bromas pesadas y de pensar en Herodes y su obsesión por deshacerse del pequeño Rey, los veintiochos de diciembre están, para mí, revestidos de una extraña nostalgia rara por el año que se va.
Con las primeras notas de Yo no olvido el Año Viejo, que a cada rato suena, hago el balance entre la yegua blanca y la burra negra y, con una risilla torcida, me digo: “¡gracias a Dios llegué al Año Nuevo!”, en lugar de decir: “¡llegó el Año Nuevo!“.
El 2026 viene lleno de incertidumbre y así debe ser, pues las bolas de cristal nunca han sido muy precisas.
Sin embargo, pertenezco a una generación cuyos sueños había que perseguirlos como a chanchos encebados. Y conseguirlos no era asunto de suerte o de sacarse una rifa.
Alcanzar las estrellas estaba en nuestras manos. Había que “pulsearla”. Y eso conllevaba hambres, aguaceros, zapatos rotos, rendir el menudo, chichotas y saltos del trapecio sin red.
Y, sin trazar un plan o un mapa, en cada pequeña decisión de cada día, nos acercamos más y más a un destino posible, aunque no imaginado.
Si, de pronto, llegábamos a una estación desconocida, había que quedarse a ver qué pasaba, y si la cosa se ponía color de hormiga, pues, ni modo, a juntar las cosas en un hatillo y seguir en el siguiente vagón.
Aparecieron en la larga línea de tren de la vida, vagones llenos de oportunidades, y yo, como un polizonte, me subí sin pensarlo dos veces.
De muy niña, soñaba con ser pediatra o veterinaria; de adolescente, con ser periodista; de adulta joven, con ir haciéndolo bien, ¡y salió fantástico!
Así fui tejiendo punto a punto cada tramo, cada capítulo. Llegó Fernando, llegó Catita, se fue mamá, se fueron otros, llegaron trabajos disfrazados de aventura y aventuras que asumí como verdaderas tareas por cumplir.
Subí y bajé gradas, ahuyenté todos los demonios y aprendí a desconfiar de los ángeles. Y cada línea de mis manos es una historia bien aprendida.
Ahora veo a los más jóvenes que yo, muy serios, con el ceño fruncido y resolviendo la vida como si fuera un objetivo de tesis universitaria y no un sube y baja.
¡Lástima! Si supieran que es una montaña rusa, adonde a veces se nos queda el alma en un hilo, y otras veces, agradecemos acercarnos a la tierra para después salir volando de nuevo.
¡Es maravilloso estar vivos! ¡Es increíble no saber qué sigue o cómo estará escrito! Es asombroso volver a ver hacia atrás y ver que salimos ilesos.
Tal vez con menos pelo en la cabeza y con uno que otro raspón, pero, por nada del mundo, cambiaríamos un renglón.
Porque dicen –dicen– que si una mariposa mueve las alas en Japón, se abre la tierra en Alaska. Y dicen –dicen– que la curiosidad mató al gato, pero murió sabiendo.
Tal vez suene ingenuo, pero es honesto.
Yo podría analizar la tremenda realidad mundial, las preguntas retóricas que cada día nos hacemos y desvelarme por las noches tratando de buscar respuestas. Pero todo es temporal, nada es para siempre. Y esto, esto también pasará.
¿Inocente yo? ¡Nah! Creer en el futuro y que va a ser bueno es un buen presagio. Creer que la vida, y el país, y los sueños valen la pena es un buen equipaje.
Así que vayan cambiándome esa cara de amargura y de preocupación. Mejor, ¡a subirse las mangas y a trabajar en lo que creemos!
Las cosas no se hacen solas y los sueños no se cumplen a pura intención.
No es broma. Es en serio.
Tal vez sea ingenua; de inocente no tengo ni una arruga. Pero estoy segura de que el futuro es como lo imaginemos.
Hace unos diez minutos, este era el futuro y no ha estado tal mal... ¿verdad?
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Ana Coralia Fernández es periodista y narradora oral.