Así intoxicó el Estado soviético todos los ámbitos de la vida de sus ciudadanos
Al igual que el nazismo y la Segunda Guerra Mundial, todo lo concerniente a la Unión Soviética y a la fuente que originó el leninismo y el estalinismo, esto es, la Revolución rusa, está de constante actualidad, por medio de continuos estudios históricos. Más si cabe, tal cosa ocurrió en el año 2017, cuando habían transcurrido cien años desde dicha revolución. Por una parte, estuvo al alcance del lector el libro de Catherine Merridale «El tren de Lenin. Los orígenes de la revolución rusa» (editorial Crítica), en que se seguían los pasos del líder bolchevique exiliado en Suiza cuando la reacción revolucionaria se hizo efectiva y pudo regresar en un viaje en tren.
En aquel año, Europa estaba librando la guerra mientras la Rusia de los zares agonizaba; todo estalla con grandes movilizaciones en la capital, Petrogrado; el país se transforma en una república, los exiliados se apresuran a volver y el júbilo se apodera de las clases populares. La nobleza que controlaba el país no sólo tiene los días contados, sino que pone en peligro su vida permaneciendo allí, como pudo leerse en «El ocaso de la aristocracia rusa» (editorial Tusquets), de Douglas Smith, en el que se historiaba lo vivido por dos familias aristócratas que acababan en el ostracismo y la ruina. De este modo, el libro revelaba cómo la Rusia feudal repleta de campesinos en situaciones de esclavitud bajo las órdenes y la explotación de los ricos atravesaba las revoluciones de 1905 y 1917 y el llamado Terror Rojo de 1918 en contra de los «enemigos del pueblo».
Terminar con el problema de raíz
La solución estaba clara: acabar con todos aquellos que hubieran aplastado al proletariado, lo que terminaría de raíz con una sociedad fuertemente jerarquizada y en la que, de repente, los huidos y desposeídos de todo lo que tenían eran los ricos. Los que antes habían sido los siervos se habían vengado. A eso remitía otro libro, de Julián Casanova, «La venganza de los siervos. Rusia 1917» (editorial Crítica), cuyo título ya lo dice todo. Y a estos y otros libros se les sumó, hace escasas fechas, el trabajo de Victor Sebestyen «La Revolución rusa» (Ático de los Libros), con el que se pudo conocer esta realidad histórica rusa que, en sus páginas, se abría con un epígrafe realmente asombroso: «Habrá una revolución en Rusia, empezará con una libertad ilimitada y concluirá con un ilimitado despotismo».
Eran palabras de Fiódor Dostoievski, de su novela «Los demonios», de 1872. Una frase tan vaticinadora como lapidaria que, en efecto, se hizo tangible con unos acontecimientos que surgieron de una serie de gentes idealistas en grado sumo. «Los hombres y mujeres que hicieron la Revolución rusa querían cambiar el mundo, y lo consiguieron. La escala épica de su ambición es lo más importante que hay que recordar sobre los acontecimientos y los individuos del drama de 1917», apuntaba Sebestyen, quien explicaba cómo, desde buen principio, el objetivo era derrocar a un zar y destruir una dinastía autocrática que había gobernado Rusia durante tres siglos. Sin embargo, esa ambición desmedida, cargada por el narcisismo de una serie de líderes que ansiaban poder para imponer su ideología a todo un pueblo, condujo las cosas mucho más lejos.
La influencia comunista
«El objetivo del comunismo, la fe abrazada por los bolcheviques que se alzaron con la victoria en el meollo de la Revolución, era perfeccionar la humanidad y poner fin a la explotación de un grupo de personas —una clase— por otra. No solo querían construir un nuevo sistema económico y social más igualitario, sino que perseguían el objetivo de alcanzar una forma diferente de ver el mundo y la historia», apuntaba el estudioso. Se tomó, de esta manera, a un teórico como Karl Marx, cuya ideología se tornó la biblia política para Vladímir Lenin, hasta alcanzar un cóctel explosivo: por un lado, el hecho de afirmar ambos que dicha ideología era «científica»; por el otro, que había que tener «fe» en todo el proyecto; de ahí que Sebestyen sostuviera que «el atractivo del comunismo era religioso, espiritual, y el Partido era la Iglesia».
Pues bien, ahora nos llega otra gran investigación, fruto de cuatro décadas de dedicación por este asunto por parte del británico Robert Service (1947): «Sangre en la nieve» (traducción de Efrén del Valle Peñamil), que se hace preguntas, nada más empezar, como estas: «¿Por qué se derrumbó la monarquía imperial rusa en la Revolución de Febrero de 1917? ¿Cómo se explica que el Gobierno provisional no supiera gestionar la inestable situación que heredó? ¿Y cómo llegaron los comunistas al poder en octubre de ese año e impusieron su dominio tras años de guerra civil?». A tamaña serie de interrogaciones responde el autor con un libro que habla de cómo este acontecimiento cambió el curso de la historia mundial y desde entonces los dirigentes comunistas impusieron «una forma de despotismo que llegó a conocerse como totalitarismo».
El lector podrá conocer con detalle cómo el Estado soviético intoxicó todos los ámbitos de la vida de sus gentes, ya fuera pública y privada, oprimiendo, esclavizando o asesinando, en un afán de control y dominio que llevó a que el gigante ruso se convirtiera en la todopoderosa URSS, toda una potencia económica y militar que hasta fue decisiva en la derrota de Hitler. Fue tal la influencia del comunismo que, como recuerda Service –catedrático emérito de Historia Rusa en la Universidad de Oxford y autor de una historia de Rusia y de las biografías de Lenin, Stalin y Trotski–, en los años cincuenta, un tercio del planeta estaba gobernado por administraciones comunistas.
Perplejidad ante los hechos
«Sangre en la nieve» analiza, así pues, el hervidero de acontecimientos que tuvieron lugar entre los años 1914 y 1924, en una época marcada por el estallido de la Gran Guerra, que como no podía ser de otra manera generó un gran trastorno en el Imperio ruso, y cuenta los pormenores que llevaron a Nicolás II a abdicar en febrero de 1917. Solamente unos meses después, el partido bolchevique, «que a principios de año solo contaba con unos pocos miles de miembros y escasos seguidores políticos», apunta el autor, derrocó al Gobierno provisional de Aleksandr Kerenski en la capital rusa, Petrogrado. Para Service, la asunción de semejante estado de cosas sólo podía manifestarse desde la más absoluta perplejidad, incluso hoy en día.
En este sentido, el autor, consciente de la cantidad de libros que tratan la guerra, la revolución y la guerra civil en Rusia, con tantas perspectivas como obras, deseó aportar un enfoque humano, el cual comunique al lector cómo la gente normal y corriente sufrió este alud de cambios políticos y sociales desde la Primera Guerra Mundial hasta mediados de la década de 1920. Por consiguiente, Service prefiere no centrarse tanto en los protagonistas de la Revolución rusa y prestar atención a las experiencias de la gran masa de la población, recurriendo a documentos varios, como los diarios del suboficial Alekséi Shtukáturov, del campesino Aleksandr Zamáraev o del administrador de cuentas Nikita Okunev, que sin duda proporcionan una visión excepcional de lo que aconteció en esa época. A la vez, usar este material documental contribuye, a ojos de Service, «a corregir la creencia generalizada de que “las masas” no tenían capacidad para pensar por sí mismas y se limitaban a aceptar la explicación de los acontecimientos que les ofrecían los gobernantes o los revolucionarios».
Con estos parámetros, Service se interna en un territorio de una complejidad extrema, pues no en balde el Imperio ruso y su sucesor, la URSS, abarcaban una sexta parte de la superficie terrestre y una diversidad de credos, etnias e ideologías enorme, ya fuera bajo el poder de los zares o de los comunistas. Por este motivo, el investigador estudia las condiciones de vida de todos los sectores de la sociedad y de sus respectivos deseos: «Un creyente ortodoxo también podía ser comerciante o voluntario para el servicio militar y, en consecuencia, tenía una multiplicidad de necesidades y deseos», por ejemplo. El libro, en definitiva, muestra cómo hubo gente apolítica, los que solamente estaban inquietos por salvar a su familia, que tuvieron que padecer las bajezas de la alta política, poniendo el foco en algo que se ha explicado muy poco: «la facilidad con la que los comunistas suprimieron el movimiento obrero ya en 1918», e el momento en que la dirección comunista se volvió contra la misma clase social en cuyo nombre tomó el poder.
UNA REVOLUCIÓN ¿INESPERADA?
El autor cuenta que, muy poco antes de que Rusia estallara en un fenómeno social liderado por una serie de revolucionarios deseosos de hacer caer la élite rusa, en 1913, Nicolás II, de manera harto despreocupada, había conmemorado el tricentenario de la dinastía Románov sin reparar en gastos. «Se celebraron solemnes oficios de alabanza y agradecimiento. Hubo banquetes y desfiles militares en los que se cantó “Dios salve al zar”. El emperador y su esposa Alejandra visitaron santuarios religiosos en provincias, donde se alimentaron gracias al acogedor campesinado local. La industria era floreciente y las exportaciones agrícolas prosperaban. Había paz en las fronteras del imperio y Nicolás creía que Rusia podía defenderse de cualquier potencia extranjera hostil. Su diario no mostraba ningún signo de preocupación por lo que pudiera acecharlos a él y a su familia». Y sin embargo, su inocencia resultaba evidente frente a la situación de las clases trabajadoras y los líderes anarquistas, pues en apenas cuatro años «perdería el trono y el imperio en su antigua forma dejaría de existir».
- 'Sangre en la nieve. La revolución rusa 1914-1924' (Debate), de Robert Service, 552 páginas, 28,90 euros.