Trump, de pacificador a presidente intervencionista
Donald Trump volvió a presentarse ante su base como el “presidente pacificador” justo en Navidad, pero lo hizo anunciando un nuevo bombardeo. Esta vez fue Nigeria el escenario: ataques “poderosos y mortales”, según sus propias palabras, contra combatientes del Estado Islámico en el noroeste del país africano. El mensaje, publicado en Truth Social, mezcló el lenguaje bélico con una provocación explícita —“Feliz Navidad, incluso a los terroristas muertos”— y reabrió una paradoja central de su segundo mandato: mientras proclama haber devuelto la paz al mundo, Estados Unidos ha atacado al menos ocho países en su primer año de gobierno.
El caso nigeriano condensa esa contradicción. Trump afirmó haber ordenado “numerosos” ataques contra militantes que, según él, “han estado matando brutalmente, principalmente, a cristianos inocentes”. El Pentágono difundió un video donde se observa el lanzamiento de un proyectil desde un buque de guerra, y el Comando África de Estados Unidos confirmó que, “en coordinación con las autoridades nigerianas”, se realizaron bombardeos en el estado de Sokoto. Sin embargo, Abuja se apresuró a matizar el relato religioso. El canciller Yusuf Maitama Tuggar declaró a medios británicos que se trató de una operación conjunta contra “terroristas” y que “no tiene nada que ver con una religión específica”.
La distancia entre ambos discursos no es menor. Nigeria, el país más poblado de África con unos 240 millones de habitantes, vive una crisis de seguridad profunda y multifacética: insurgencias islamistas, bandas criminales dedicadas al secuestro, conflictos entre comunidades rurales y una respuesta estatal insuficiente. Pero tanto el gobierno nigeriano como especialistas rechazan la narrativa de Trump que reduce la violencia a una persecución sistemática de cristianos. Las víctimas —recuerdan— pertenecen a todas las confesiones. Apenas horas antes del anuncio estadounidense, una explosión en una mezquita del noreste mató a cinco personas.
Aun así, Trump lleva meses insistiendo en que el cristianismo enfrenta una “amenaza existencial” en Nigeria. En octubre reincorporó al país a la lista estadounidense de violadores de la libertad religiosa y, esta semana, lo incluyó en un régimen de restricciones migratorias parciales. El mensaje es claro: presión diplomática, sanciones simbólicas y ahora fuerza militar. Todo bajo la bandera de la protección religiosa, un argumento que conecta con su base evangélica en Estados Unidos.
Nigeria es ya el octavo país atacado por fuerzas estadounidenses desde que Trump regresó a la Casa Blanca en enero de 2025. Antes estuvieron Siria, Irak, Yemen, Somalia, Libia, Afganistán y Pakistán, según recuentos del propio Pentágono y filtraciones a medios estadounidenses. En casi todos los casos, la justificación ha sido la misma: golpear al terrorismo antes de que golpee a Estados Unidos. La semana pasada, por ejemplo, Washington lanzó ataques a gran escala contra decenas de objetivos del ISIS en Siria tras un presunto atentado contra personal estadounidense.
El patrón se repite: operaciones rápidas, anuncios grandilocuentes y escasa claridad sobre los resultados estratégicos. En Siria, Trump había prometido durante la campaña “cerrar ese capítulo” y retirar a Estados Unidos de “guerras interminables”. Sin embargo, la presencia militar continúa y los bombardeos se intensifican cada vez que el Estado Islámico reaparece en el radar. En Yemen, los ataques contra milicias hutíes —en el contexto de la guerra regional vinculada a Gaza— contradicen su promesa de no involucrarse en conflictos ajenos. En Somalia y Libia, los golpes selectivos mantienen una lógica de contención, no de resolución.
El contraste se vuelve más evidente al revisar sus planes de paz, muchos de los cuales han fracasado o quedado en papel mojado. Trump aseguró que lograría un alto el fuego duradero en Ucrania “en semanas”, pero sus gestiones no han conseguido frenar la guerra ni acercar a Moscú y Kiev a una negociación real. En Gaza, se presentó como el único líder capaz de imponer orden tras años de conflicto, pero la violencia persiste y su alineamiento sin matices con Israel ha debilitado su rol como mediador. En Afganistán, prometió estabilidad tras el acuerdo con los talibanes firmado en su primer mandato; hoy el país sigue aislado y sumido en una crisis humanitaria.
Trump ha redefinido la idea de “paz” como ausencia de ataques directos contra Estados Unidos, no como la resolución de conflictos o la reducción de la violencia global. Bajo esa lógica, bombardear preventivamente parece ser compatible con proclamarse pacificador. El problema, dicen analistas, es que esa estrategia tiende a externalizar la violencia: los misiles caen lejos de casa, pero no resuelven las causas profundas de la inseguridad.
En Nigeria, los secuestros masivos de escolares —como el de más de 300 alumnos de una escuela católica en noviembre— muestran la complejidad del desafío. Boko Haram y otras facciones vinculadas al ISIS son solo una parte del problema; las bandas criminales y la debilidad institucional juegan un rol igual de decisivo. El propio presidente nigeriano, Bola Ahmed Tinubu, ha insistido en que caracterizar al país como religiosamente intolerante “no refleja nuestra realidad nacional” y ha reiterado su compromiso de proteger a cristianos y musulmanes por igual.
A un año de mandato, el balance de Trump es incómodo incluso para sus aliados. Ha multiplicado los frentes militares mientras promete paz, ha usado la libertad religiosa como argumento geopolítico y ha tensado relaciones con gobiernos que, como el nigeriano, rechazan ser retratados como Estados fallidos o persecutores.