Les brota lo arrabalero en la cancha
Lo apasionante del futbol es que recrea, en el resonante escenario de un estadio, muchas de las diligencias que enfrentamos los humanos en nuestra grisácea cotidianidad. Es, entre otras cosas, un gran teatro donde los jugadores –que tienen su vena artística, vaya que sí— actúan los papeles de siempre: los hay muy buenos para la comedia, otros se ponen trágicos, a algunos más les va el numerito del loco furioso (o son naturalmente bestias), en fin, los más peleones vienen siendo auténticos emisarios nuestros cuando, movidos por el impulso justiciero que nos anima a todos, se enfrentan temerariamente al árbitro despótico con el arrojo del valiente dispuesto a perderlo todo en un momento de revolucionaria rebeldía. Y sí, en efecto, el castigo llega y el insurrecto es expulsado del campo (en el mejor de los casos, o sea, porque el expediente puede ser turnado posteriormente a los inquisidores de turno, severos integrantes de una suprema comisión disciplinar, y el destierro de las canchas extenderse por varias semanas). ¡Vaya espectáculo, vaya representación suprema de la avasalladora arbitrariedad del poder o, para los amantes del orden, vaya muestra, aleccionadora y edificante, de la suerte que les espera a los individuos desobedientes!
Deporte de arrabal –no es la equitación practicada por los denostados fifís ni el tenis aprendido en un exclusivo club ni el golf que juegan los señoritos los fines de semana—, el futbol es también asunto de picaresca, de trampas aprendidas en el torneo de los llanos y de fingimientos, por no hablar de rudezas mayores que, llegado el momento de ser sacralizado el antiguo matón como jugador profesional, necesitan ser temperadas por mero asunto de civilizada convivencia en las canchas y en el vestuario.
Algunos pretenciosos han llevado las cosas muy lejos y hubo uno por ahí con la soberbia de pretextar que el gol metido con el brazo había sido “la mano de Dios”, atribuyéndole a tan supremo patrocinio la autoría de una vulgar trampa. Se le condonaron al sujeto las más lapidarias condenas precisamente por su talento con los pies pero hay bastantes futbolistas de portentosa catadura que no necesitan de perdón alguno porque son gente honorable, inteligente y de buenas maneras. Por cierto, al pueblo, en las tribunas, no se le consulta todavía si el empujón en el área debió ser pitado como penalti. El fut sigue siendo un juego muy conservador, oigan.