Preguntándole a Weil
Las cuestiones abstrusas se le preguntan a los libros. Escribió Eliade que tal era nuestra condena moderna: encontrar (buscar) la iluminación en ellos. Toda lectura es un diálogo que se entabla con un doble, el autor y el contenido. El autor es simplemente un intermediario, un demiurgo, así que él importa bastante menos que su escritura y su pensamiento. Sin embargo, su vida y su escritura, si han sido auténticas, están entrelazadas.
Todo diálogo verdadero es una confesión de ignorancia: yo no sé qué me va a decir el otro, y precisamente por no saberlo quiero que me lo diga. Todo diálogo significa un dejar de escucharse a uno mismo mientras se oye a los demás (por eso no escuchamos a los otros, porque sobre todo nos oímos a nosotros mismos mientras estamos oyéndolos). Dialogar requiere interrumpir el discurso interior, el flujo de conciencia subjetivo, y atender el sonido de la voz (o del texto), considerar qué dice y después, solo después, responder. Al dialogar se alcanza un nivel de comprensión superior que se elabora entre varios, dos cuando menos.
Hubo quien alguna vez lo afirmó: la gente padece sufrimientos innecesarios porque no es seria, porque no está atenta a lo único que debe estarlo, aquello que la rodea. Los pensamientos de la conciencia plena o integrada, según la tradición china, no van más allá de su situación: no inventa lo que vive, tampoco lo que ve o siente. Pero las personas vivimos permanentemente distraídas y dejándose distraer. Esa virtud activa, la atención (el único súper poder humano), es esencial en el sistema filosófico de Simone Weil, una singular y muy necesaria pensadora para estos tiempos dolorosos, quien comprendió que la raíz del mal es el ensueño.
Una historia que ilustra dicha afirmación está contada en la novela Madame Bovary, cuando la desafortunada Emma Bovary rechaza a Berthe mientras la hija va hacia ella, entonces la pequeña cae y se golpea. La madre está ensoñando su reciente encuentro con el amante y no soporta ninguna distracción a su estar distraída.
Otra filósofa que por distintos caminos reflexiona de modo parecido a Weil, Hannah Arendt, señala que la superestructura de la brutalidad es el sentimentalismo, el cual representa una forma patológica de la desatención hacia lo externo por el dramático encierro en uno mismo. Ensueño, desatención, sentimentalismo: drásticos ingredientes de la infelicidad. En La persona y lo sagrado, Simone Weil —a quien los camaradas con quienes combatía en la resistencia contra los nazis la llamaban con sorna la Virgen Roja, entre otras razones por su conversión al cristianismo—, escribe que “la perfección es impersonal”.
Para ella, la persona es la parte donde radica el error y el pecado. Sugiere dar el paso a lo impersonal, el cual no se realiza —contradiciendo los discursos dominantes que aseguran lo contrario— en quien piensa en sí mismo como parte de un nosotros. Weil no habla de egoísmo sino de la superación de un ámbito que le parece equivocado: aquel a cuyos ojos solo cuenta el desarrollo de la persona. Quien crea eso, dice, ha perdido por completo el sentido de lo sagrado, sentido que está en todas partes y es impersonal.
Entonces la persona no es sagrada por ser persona, sino que es sagrada cuando deja de serlo, cuando es impersonal al actuar. El bien es la única fuente de lo sagrado. En esta perspectiva de abolición del nombre y apellido también se inscriben, entre tantos, Santa Teresa (“Bienaventurado sea el Señor, que me libró de mí”) y Octavio Paz (“Para poder ser he de ser otro, salir de mí…”).
Weil, políticamente del todo incorrecta, más allá del liberalismo y la democracia hipócritas, recuerda que los griegos no conocían el derecho sino la justicia, porque la idea de derecho contiene la idea de persona y la persona solamente se realiza en el prestigio social, en el privilegio social que esencialmente es arbitrario. A las masas se les habla de los derechos de la persona aunque en términos prácticos se les excluya de ellos, porque en nuestra época, que Weil llamó de “inteligencia oscurecida”, el mal es lo que ha hecho la sociedad moderna, incluida desde luego la democrática.
Una fábrica moderna significaba el límite del horror para esta pensadora que murió en 1943, a los 34 años de edad, trabajando antes en varias de ellas y viviendo directamente su destructiva y enajenante experiencia. Ahí contempló a los seres humanos acosados por voluntades extrañas, por acciones mecánicas, fragmentadas, con el alma inmersa en la frialdad, el desamparo y el abandono. “El ser humano tiene derecho a un silencio cálido, y se le da un tumulto helado”, concluía. Una visión similar del mal como una cadena de montaje también está en Carlos Marx.
Weil escribe que el espíritu de la justicia y el espíritu de verdad son uno mismo, una forma que designa como puro amor. Surgen en la atención intensa, gratuita, sin móvil, desinteresada y generosa. Un radical contradiscurso en la sociedad de la distracción y el espectáculo, para el cual es tonta ingenuidad.
En medio de la inteligencia oscurecida de esta época los libros responden. La contestación de la Virgen Roja fue esa: atención.